Ricardo
Ojeda Leos
La minimización y desacreditación de las políticas
de apoyo social a los grupos vulnerables, llámense personas de la tercera edad,
alumnos de escuelas públicas, personas con discapacidad, jóvenes sin estudio y desempleados,
etc. que ha emprendido el Presidente de la República, ha tenido como principal
argumento por parte de la oposición -según ellos mismos- el nulo o escaso valor
en el impacto a favor de la economía nacional y en cambio, a mediano o largo
plazo, un presumible lastre que significarán los apoyos sociales a la
población, y que terminarán ahogando las finanzas del propio gobierno federal,
en términos más coloquiales arguyen que se tratan de medidas electoreras o
populistas.
En el mejor de los ánimos, debemos pensar que dichos
juicios y vaticinios son producto de una racionalidad política a favor de
México y no del deseo intrínseco de una oposición que sueña obsesivamente con un
regreso al poder político. Con base a estos cuestionamientos, resulta obligado,
para todo ciudadano que ejerce con responsabilidad su ciudadanía, realizar una seria
reflexión de dichas medidas llevadas a cabo por el gobierno federal, aprovechando
la pausa que ha provocado el coronavirus en el mundo, y sin la estridencia mediática y el arrollador
ruido de las redes sociales, mismas que abruman, parcializan y polarizan la opinión.
Existe un pensamiento dominante e indiscutible
entre los profesionales del manejo de las finanzas en todos los ámbitos: el
recurso financiero es escaso y siempre es insuficiente. De alguna manera todos
los gobiernos lo saben y desarrollan sus políticas públicas en esa idea ,
algunos con más restricciones a los programas de apoyo social que otros, pero
todos de alguna forma siempre invierten recursos en esa área vulnerada
económicamente, aun cuando la receta económica de facto que sigue todo gobierno
es la inversión para la creación de empleos y la incentivación a la iniciativa
privada, y que tiene como premisa un antiguo pensamiento oriental: si
quieres darle de comer un día a un hombre, dale un pescado, si quieres darle de
comer toda su vida, enséñale a pescar. Para cualquier persona que se jacte
de poseer sentido lógico de administración de la justicia tal premisa es lo
suficientemente sólida para justificar que la mayor inversión de recursos a los
ciudadanos debe centrarse en “enseñar a pescar” y no en “darle el pescado” -amén
de cuestionar su sano juicio-, pero también es verdad que no se puede dejar de “darle
el pescado” a quien lo necesita para poder “aprender a pescar” y mucho menos a aquellos
que por su edad, condición física o mental, no pueden pescar. Lo cual tiene que
ver con un tema de humanismo y que todos los gobiernos de todos los países lo realizan
en mayor o menor grado bajo sus propias características y condiciones socioculturales
y económicas.
Por otra parte, la desigualdad social es el efecto más perturbador de la gran problemática socioeconómica
de nuestro país, y en consecuencia la distribución de recursos destinados a
programas sociales pudiera verse como un medio para mitigar un poco esa gran ofensa
social. Es decir, una mejor distribución de la riqueza sigue siendo una deuda
histórica de nuestros gobiernos y únicamente ese señalamiento podría ser una
razón de peso suficiente para justificar la inversión de recursos en programas
sociales tendientes a reducir el impacto que causa esta desigualdad: hambre y
enfermedades por un lado; delincuencia y violencia por el otro.
Algunos de los apoyos que se han duplicado y
extendido, significan una gran ayuda para una gran cantidad de la población y nada
tiene que ver el tema de la holgazanería que se temía que provocaran, pero también
es muy cierto que no se perciben grandes resultados hasta el momento, en la
principal agenda pendiente: la inseguridad
y la violencia, la cual es el verdadero talón de Aquiles en este gobierno de quince
meses, esperemos sea únicamente cuestión de tiempo. ¿Populismo o humanismo?, al
tiempo …